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El Desborde

Cuando terminamos aquella entrevista nada hacía suponer que para las siguientes horas no íbamos a necesitar nuestras agendas de citas, tan laboriosamente armadas a lo largo de la semana, y que tendríamos que comenzar a recorrer un pedazo de nuestras vidas improvisando las horas y los minutos.

Ariel y yo disfrutamos las entrevistas y generalmente, luego de guardar la cámara y el grabador, todavía con la misma adrenalina que debe haber acompañado a nuestros antepasados en el momento mismo de la captura de su presa, comenzamos un habitual tercer tiempo, que jugamos casi siempre, en algún típico bar de aquellos que todavía sobreviven.

En la ciudad llovía.

Nos habíamos olvidado el paraguas y pensé, mientras esperábamos para cruzar la calle Sucre, que tal vez para estos casos, convendría tener alguno de esos chinos que se venden por unos pesos, en el baúl del auto. 

La charla fue amena. El café fuerte y amargo y afuera la lluvia se había convertido en esos chaparrones de verano a los que Buenos Aires nos tiene ya acostumbrados.

Revisamos las fotos en la cámara ya pensando en la producción de la nota que se avecinaba para las próximas horas. Analizamos los dichos, los mutismos, las preguntas, las respuestas, los futuros y los pasados en un desgranar que, a veces, se expresaba en largos silencios y a veces en entusiastas palabras.

Cuando volteé la cabeza buscando los ojos del que nos traería la cuenta recreé la vista unos segundos en la morena que acodada en la barra esperando su merienda. Ariel, serio, me estaba mirando. Una semisonrisa se esbozó debajo de su barba y comentó: -Este chaparrón está durando demasiado...

Empapados, llegamos al coche, éste arrancó sin problemas y en un par de maniobras llegamos a la Av. Cabildo donde rumbeamos hacia Pacífico a sesenta y pasando semáforo tras semáforo en un transitar ciudadano que nos costaba creer. El tráfico estaba ágil, la lluvia no paraba. El limpiaparabrisas volteaba de derecha a izquierda, agotándose, tratando de escurrir esa especie de castigo divino que caía sobre los resignados porteños.

El puente Pacífico apareció en la lejanía entre la bruma de la lluvia mientras el tráfico pasó a ser, lentamente, una caravana que avanzaba cada vez más despacio hasta que, por fin, se detuvo. Ariel observó reflexivo, que los carriles disponibles para la circulación se habían achicado en un gigantesco embudo invadidos por el torrente tumultuoso del agua de las cunetas.

En la intersección de Luis María Campos y la Av. Santa Fé se congeló el tiempo. Los colectivos trataban de abrirse paso entre los autos particulares para, aprovechando su altura, internarse avanzando entre las aguas de los carriles derechos hacia la inundada zona que se apreciaba debajo del Puente Pacífico. Parecía que se aferrándose desesperadamente a las imposiciones de cumplimiento de recorridos y horarios recibidos. Las olas producidas por sus grandes ruedas entraban en los negocios para desesperación de los dependientes de los comercios vecinos que, agitando los secadores en sus manos, los increpaban furiosos.

Los autos estaban parados a centímetros de distancia el uno del otro, los motores en marcha, las bocinas de los más impacientes sonaban fastidiosas y a la zona, relativamente seca donde estábamos, comenzaban a llegar las olas.

Unos nudillos golpearon la ventanilla de mi lado sobresaltándome. Un chofer de colectivo, mientras yo trataba de sacar algunas fotos, me pidió que maniobremos para dejarlo pasar a la zona anegada. Cuando por fin se fue, su lugar fue ocupado por todos aquellos que trataban de, centímetro a centímetro, avanzar hacia una inexistente salida. Dos muchachos de botas y capas de lluvia negra "organizaban" el tráfico.

-No son de la Policía, ni de bomberos, ni de defensa civil -le comenté a Ariel.

Frente a una farmacia un viejo cruzaba con el agua a las rodillas y dos autos estacionados con el agua hasta las puertas esperaban tiempos mejores.

En un segundo se abrió un claro entre dos paragolpes y pudimos retomar la Av. Sta Fé en la idea de subir por la calle Fitz Roy paralelos a la Av. Juan B Justo. Apenas pasamos los estudios de América TV tuvimos que parar otra vez. El agua tenía bloqueada esa zona y todos los autos desviaban lentamente buscando un paso que permitiera avanzar hacia cualquier lugar. Cuando tras un rodeo llegamos a la Juan B Justo nos encaminamos en dirección al puente de la Av. Córdoba, pero a las pocas cuadras tuvimos que parar. 

La sirena de un autobomba comenzó a sonar atrás nuestro. 

Los conductores de los vehículos vecinos comenzaron a bajar lentamente las ventanillas y a los gritos, para hacerse escuchar sobre el sonido de las bocinas, el ruido de la lluvia sobre las carrocerías y la sirena de los bomberos, empezaron a preguntarse los unos a los otros por dónde habría salidas posibles y qué lugares estarían bloqueados.  Nosotros con el motor del coche apagado sacábamos fotos.

Lentamente el camión de los bomberos pasó y se perdió al frente más allá del puente que se veía a lo lejos. Las olas rompían contra una vieja Ford F100 que había quedado abandonada en la mitad de la calle Honduras. 

Ariel prendió la radio. 

Chiche Gelblung predecía el apocalipsis a los tartamudos funcionarios que se enfrentaban a sus noteros. Joan Baez dejaba escuchar la balada "No nos moverán" en otra emisora. Nuestros improvisados compañeros de travesía nos avisaron que parecía haber un paso libre cruzando las vías de la calle Honduras. Prendimos el motor y de a poco, con mucho cuidado, fuimos enfilando hacia lo que parecía ser la única esperanza. Honduras tenía que absorber, no solo a quienes querían salir de la Av. Juan B Justo sino también a los que querían entrar. Cada tanto se bajaban las barreras cortando el único paso, en lo que parecían períodos interminables, para dar lugar a las formaciones del Ferrocarril Gral. San Martín.

Así, paso a paso, fuimos avanzando entre las vías hasta pasarlas. El tráfico comenzó a agilizarse. En pocos minutos avanzábamos a toda velocidad hacia adelante por la ciudad tratando de retomar el mundo que por un par de horas habíamos abandonado y donde la agenda, minuto a minuto dictaba, tiránica, nuestros pasos.

Por un par de horas habíamos sido libres.

Ya no llovía más

Claudio - ArielEnvíe desde aqui su comentario sobre esta notaVolver al indice

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