Mi
amigo Jorge
El
sábado a las 2 de la mañana en punto, cae sobre el volante de su auto
que estaba conduciendo por una calle empedrada y mojada por la llovizna de
Buenos Aires. Su hijo lo acompañaba. En la Argentina, el país que
adoptaron sus padres y que lo vio crecer, humeaban las gomas quemadas y
retumbaba el batifondo de otro cacerolazo.
Mi
amigo Jorge se moría. Los esfuerzos de su hijo por reanimarlo fueron en
vano. Una pareja que volvía a su casa y lo conocía de su barrio, Flores,
avisó por teléfono a su amigo de toda una vida que vivía no lejos de
allí. La ambulancia finalmente partió, llevándose a toda sirena las
pocas esperanzas que quedaban de volver a verlo con vida.
Horas
antes yo cruzaba la ciudad de Buenos Aires, en mi coche, desviándome en
cada cruce donde los vecinos luchaban para resucitar sus esperanzas y
revivir los magros sueños que les fueron quedando luego de ver a su país,
que pasaba de infarto en infarto, convulsionar largamente en una dolorosa
agonía.
Jorge
era hijo de inmigrantes italianos. Su padre comenzó con el siglo su
carrera en “América”, en el barrio de Avellaneda, haciendo
changas de albañilería, pintura y descubriendo los secretos del alfabeto
con ayuda de una señora mayor, una clienta se diría ahora, a la que había
realizado unos arreglos en su casa. Años después ya con familia, trabajó
en Molinos Río de La Plata de donde salió para abrir una fonda de comida
a la que frecuentaban, mayoritariamente sus ex-compañeros de trabajo. Allí
se crió su hijo Jorge, mi amigo, entre los clientes de la fonda, los
libros del colegio y los animales de la huerta que poseían en el terreno
que había en los fondos. Una vida dura, de familia y de trabajo. Este,
luego de terminar el colegio secundario, con el título de maestro mayor
de obra olvidado dentro de algún libro de su biblioteca, comenzó, a su
vez, su propio proyecto laboral. Su padre ya no estaba desde que el tenía
16 años y Jorge lamentaría, más tarde, que no pudo llegar a verlo, ya
hombre, siguiendo el camino para el que lo había formado.
En
el cruce del Cid Campeador me detuve frente a un grupo de personas que
agitando llaveros, exigiendo sus ahorros, pidiendo trabajo, justicia,
reclamaban por otro país. Viejos, muchachos, padres con sus hijos,
obreros, comerciantes, desocupados, todos juntos, en esa pesada noche de
verano trataban de torcer un destino que parece grabado a fuego, en algún
lugar del infierno, para cada uno.
Jorge
comenzó, como su padre, haciendo reparaciones, trabajos de albañilería,
pintura y más tarde como gasista matriculado. Luchando y a fuerza de
muchas privaciones formó su propia familia a la que dedicó su vida en
asegurarles un pasar libre de privaciones. Amigo del ahorro, prudente,
medido, veinte años antes de aquel fatídico sábado a la madrugada entró
a trabajar como profesor de térmica en la ORT, uno de los secundarios técnicos
más prestigiosos del país. Y ese mismo año, cumplidos sus 56, había
terminado en la facultad (mientras trabajaba, por supuesto) esa carrera de
especialización que aseguraba le permitiría progresar en lo suyo de
acuerdo a la línea de vida que se había trazado.
En
Juan B. Justo y Av. San Martín la niebla provocada por el humo de los
neumáticos quemados era densa. Las ruidosas figuras que se movían
dentro, parecían espectros. Tal vez el fúnebre presagio de un futuro sin
futuro, de un mundo del que ya una parte no existe, y en el cual parece
ser que sobramos todos.
Mi
amigo Jorge gustaba, frente a un cafecito, de conversar, discutir de política,
arreglar el país, proponer candidatos, acercar soluciones. Tenía las
ideas sólidas y particulares de aquel que las forjó a fuerza de golpes,
luchando en la vida con mucho esfuerzo y, por otra parte, la delicadeza de
quien admira el poder de la razón y el argumento como medio de comunicación.
Mi
país y mi amigo Jorge ya se fueron. Nos dejaron solos a todos aquellos
que los queríamos. Sus principios, que alguna vez nos hicieron grandes ya
no están. Sus enemigos, aquellos que les producían rechazo y desagrado,
dan vuelta entre nosotros con sus sonrisas solícitas y sus ojos de zorro.
A
mi amigo Jorge, en compañía de su familia y amigos, lo sepultaron en
Chacarita en la despejada mañana del día siguiente. El entierro de
nuestro país lo venimos haciendo, entre todos,
aunque no lo sepamos, ya desde hace años, todos los días.